Sagrario Ortega
Madrid, 17 sep (EFE).- El próximo día 27 se cumplen cincuenta años de las últimas ejecuciones del franquismo. Los escenarios fueron Madrid, Burgos y Barcelona y las víctimas tres militantes del FRAP y dos integrantes de ETA Político-Militar, ajusticiados por un decrépito y desesperado régimen que salió más tocado aún de esa jugada.
José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz, militantes los tres del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), y Ángel Otaegi y Jon Paredes Manotas, Txiki, miembros de ETApm, fueron fusilados un 27 de septiembre de 1975, apenas dos mes antes de que Franco muriera.
Un capítulo de la historia del franquismo del que habla con EFE Gaizka Fernández Soldevilla, historiador del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo y coautor y coordinador del libro ‘Terrorismo y represión. La violencia en el ocaso de la dictadura franquista’, que este jueves se presenta en el librería Antonio Machado de Madrid.
El libro, en el que han participado historiadores, juristas y periodistas, se centra especialmente en la violencia política de la última etapa del franquismo y, sobre todo, en el año 1975, cuando se produce el mayor número de asesinatos terroristas hasta ese momento, con 33 víctimas.
Actuaban cuatro organizaciones terroristas: ETApm, ETA militar, el FRAP y el GRAPO, que irrumpió el 2 de agosto de ese año con un atentado en el que mató al guardia civil Casimiro Sánchez e hirió a su compañero Ignacio Cabezón, aunque nunca lo reivindicó.
Y fue ese año cuando se cometieron las últimas ejecuciones del franquismo, en una acción por la que, según cuenta el historiador, «la dictadura perdió la batalla de la opinión pública» frente al «éxito» de la campaña propagandística de la oposición.
Un decreto inspirado en las leyes del Reino Unido

Con Franco muy enfermo ya, el 26 de agosto de 1975 el Gobierno aprobó el decreto ley sobre Prevención del Terrorismo, inspirado, como revelan los autores del libro, en la legislación que el Reino Unido adoptó para neutralizar la oleada terrorista que sacudió esos países en el quinquenio 1970-1975.
El libro desvela que los cinco fusilamientos no se produjeron por la aplicación de este decreto, como se ha creído siempre, ya que las leyes en vigor ya preveían las penas de muerte. El único efecto del decreto, según recalca Fernández Soldevilla, fue transformar dos de los cuatro consejos de guerra en «sumarísimos», es decir, «más rápidos y con menos garantías».
A pesar de que la pena de muerte seguía en vigor en España, entre agosto de 1963 y marzo de 1974 se conmutaron todas, hasta la de Salvador Puig Antich, un anarquista que fue ajusticiado en ese último mes.
Según escribe Fernández Soldevilla, el perdón gubernamental «no respondía a consideraciones morales ni religiosas, sino a un puro pragmatismo», ya que el régimen quería «sortear» los obstáculos que le impidieran acercarse a Europa occidental. El propio vicepresidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, creía que ejecutar a los condenados era caer en la trampa de los terroristas: crear «mártires».
Pero su sustituto, el presidente Carlos Arias Navarro, no compartía esa opinión. De hecho -explica Fernández Soldevilla, estaba convencido de que un castigo ejemplarizante -o sea, una ejecución-, «afianzaría su posición, apaciguaría a las fuerzas de seguridad, dejaría sin argumentos a la ultraderecha y detendría la violencia terrorista».
De este modo, fue con Arias Navarro con quien el 2 de marzo de 1974 se retomaron las ejecuciones -la de Puig Antich-, y como no hubo una gran reacción de protesta, el presidente dio por buena esa vuelta a los fusilamientos, pero «el beneficio político fue escaso», afirma el historiador.
Porque en el año y medio que transcurrió hasta las ejecuciones del 27 de septiembre de 1975 los terroristas de distinto signo mataron a 35 personas y la ultraderecha siguió culpando al Gobierno de «desintegrar» el orden público.
No obstante, Arias Navarro conservó el mayor apoyo posible en ese momento: el de Franco.
Cuatro consejos de guerra y once condenados a pena de muerte: se ejecutó a cinco
El régimen condenó a once terroristas en cuatro consejos de guerra celebrados entre agosto y septiembre de ese año. Ocho eran miembros del FRAP, los otros tres de ETApm.
Pese a las protestas, incluidas las del ámbito internacional, Franco conmutó solo a seis condenados y otorgó la gracia del indulto, pero mantuvo la sentencia de muerte para los otros cinco.
Son los últimos ejecutados de la historia de España -recuerda a EFE Fernández Soldevilla-. «Se produjo una especie de tormenta perfecta entre un terrorismo muy elevado, un franquismo que estaba en plena descomposición y no supo reaccionar ni atajar ese terrorismo, y un régimen en una muy grave crisis interna».
«Arias Navarro -continúa el historiador- básicamente estaba solo, porque tanto los liberales como la extrema derecha del régimen le dieron la espalda. En suma, un Gobierno muy débil que no era capaz de mantener la estabilidad ni la paz social».
Se sumaba a ello el propio Franco, «incapaz» ya de tomar decisiones porque, como se observó en el discurso del 1 de octubre en la Plaza de Oriente de Madrid, estaba ya «muy decrépito», al que apenas se le escuchaba la voz y que «de ningún modo daba imagen de vitalidad».
Esa debilidad del régimen la aprovecharon los terroristas y, de hecho, para ETA los fusilamientos fueron «una crucial baza propagandística» que la banda utilizó para justificar sus atentados durante la Transición y la democracia.
¿Terroristas o mártires del antifranquismo?
Fernández Soldevilla insiste en que los fusilamientos tuvieron un efecto en la sociedad contrario a lo que creía el régimen, que consideraba que podrían suponer un «castigo ejemplar» y «meterían en vereda a las protestas».
Lejos de ello, una parte de la población que no se había movilizado hasta entonces, lo hizo, y en lugar de ver a los cinco ejecutados como terroristas con delitos de sangre, los percibieron como «mártires del antifranquismo».
Se sucedieron entonces manifestaciones no solo en el País Vasco, sino en otros puntos de España y en algún que otro país.
Una reacción que tuvo su otra cara: la reactivación de la ultraderecha, que «se dio cuenta de que las calles no eran ya suyas». En ese momento aparecieron, por ejemplo, los Guerrilleros de Cristo Rey.
Entre unos y otros, una mayoría social esperaba expectante el cambio a la democracia y lo quería tranquilo, sin violencia.
Todo ello se recoge en el libro, donde también se da cuenta del historial sangriento de los cinco fusilados, que fueron víctimas del franquismo, pero también terroristas.