París, 8 jun (EFE).- Si la huella de los campeones se mide por su capacidad de superar momentos complicados, Carlos Alcaraz tiene ya ganada una plaza en el olimpo de los mejores. El español, que con 22 años sumó en Roland Garros su quinto Grand Slam, se ha revelado como un jugador indomable, capaz de regresar de los momentos más duros.
Alcaraz se sitúa en la senda marcada por su compatriota Rafael Nadal, pero sin la contundencia del mallorquín, acostumbrado a vivir en el alambre, lo que otorga a sus triunfos una épica especial.
El español ha ido marcando hitos de precocidad desde su irrupción en el circuito. Criado en el club de tenis de su pueblo, El Palmar, en la región española de Murcia, el tenis le entró por vía paterna, ya que su progenitor era monitor de ese deporte, en el que también hizo sus pinitos.
Con cuatro años, Alcaraz ya tenía una raqueta entre las manos y con trece empezaba a brillar en los círculos nacionales, lo que le llevó en 2019 a ingresar en la academia de Juan Carlos Ferrero, situada en Villena, en la provincia de Alicante.
En 2021 consiguió su primer titulo en Umag y su nombre comenzó a sonar como una de las futuras promesas del tenis mundial. Pero nadie esperaba que despuntara tan pronto.
El ascenso meteórico de Alcaraz se produjo en 2022, coincidiendo con el último Roland Garros que ganó Nadal, que ese año también se había apuntado el Abierto de Australia.
Alcaraz logró en Miami su primer Masters 1.000 y dominaba la tierra batida con las victorias en Barcelona y Madrid, aunque en Roland Garros no pudo pasar de cuartos de final, derrotado por el alemán Alexander Zverev.
Pero unos meses más tarde daba la campanada al alzarse con el Abierto de Estados Unidos, su primer Grand Slam, lo que le catapultó al número 1 del mundo, el más joven de todos los tiempos en llegar a la cúspide del ránking, con 19 años, cuatro meses y seis días.
El murciano ya no podía pasar inadvertido. En 2023 llegó a Roland Garros como el máximo favorito, tras haber ganado Barcelona y Madrid, pero en la semifinal contra el serbio Novak Djokovic pagó tanta presión y, acalambrado, no pudo vencer tras haberse apuntado el primer set.
Su raza de ganador le llevó un mes más tarde a levantar en Londres su primer Wimbledon, su segundo Grand Slam, derrotando al serbio en una final a cinco sets. Una primera muestra de su carácter indomable.
Pero le quedaban muchas páginas por escribir. Las lesiones le impidieron brillar en la primera parte de la temporada pasada, en la que se alzó con el Masters 1.000 de Indian Wells, pero llegó a Roland Garros sin ningún título sobre tierra batida.
Pero entonces dio el golpe definitivo al Grand Slam de tierra batida, el año en el que Nadal se despedía en primera ronda y disputaba su último partido en el torneo que había ganado 14 veces.
Remontó en semifinales contra el italiano Jannik Sinner y en la final frente a Zverev, dejando patente lo difícil que resulta derrotar a un tenista de su raza.
Su carácter campeón emergió en Wimbledon, donde consiguió su cuarto Grand Slam tras doblegar a Djokovic en la final, esa vez a tres sets. Intentó el asalto al oro olímpico en individuales y en el dobles junto a Nadal. En el primero se tuvo que conformar con la plata derrotado por el serbio.
El año actual comenzó irregular hasta que llegó la temporada de tierra batida, que se ha convertido en su hábitat natural. Se hizo con el torneo de Montecarlo, llegó a la final de Barcelona, donde perdió mermado por las lesiones, que le impidieron competir en Madrid, y acabó ganando también Roma.
Fue la antesala de su quinto grande en Roland Garros, quizá el más épico tras levantar tres bolas de partido. Un nuevo Grand Slam y otra línea más en su leyenda de indomable.
Luis Miguel Pascual