Álvaro Rodríguez del Moral
Sevilla, 6 oct (EFE).- La trágica muerte de Antonio Bienvenida forma parte de la memoria de toda una generación que aún recuerda, a medio siglo de la tragedia, la honda conmoción que supuso la inesperada desaparición del diestro, tres días después de ser cogido por una simple becerra de tentadero en la finca de Amelia Pérez-Tabernero, en El Escorial (Madrid).
Antonio Mejías Jiménez, nacido en Caracas (Venezuela) y criado en Sevilla, llevaba un año justo retirado de la profesión en el momento de su muerte. Su hermano Ángel Luis había recibido el brindis del último toro que había matado de luces el 5 de octubre de 1974 en la antigua plaza de Vista Alegre de Carabanchel después de alternar -vestido de grana y oro y con un capote negro de Joselito- con Curro Romero y Rafael de Paula.
Aquella retirada, que ya era definitiva, no implicó el alejamiento del toro. Bienvenida no había interrumpido sus viajes al campo y seguía participando en los numerosos festivales benéficos para los que era requerido. El último de ellos -no podía saberlo entonces- iba a celebrarse en la localidad charra de Tamames de la Sierra, el 30 de septiembre de 1975.
Pocos días después, el 4 de octubre, se cumplía el aniversario de la muerte de su padre, el mítico Papa Negro. Antonio había acudido con parte de la familia a la misa de réquiem organizada por la hermandad de San Roque de la localidad madrileña de Colmenar de Oreja, vinculada a la saga desde que los hermanos, con su padre al frente, aceptaron torear unos festivales para sufragar la reconstrucción de la ermita, arrasada en la Guerra Civil.
Una voltereta mortal

Ese día a mediodía se organizó la expedición a los campos de El Escorial. Se habían encerrado unas becerras de la ganadera Amelia Pérez Tabernero en la finca Puerta Verde, a la que se trasladaron Antonio y su hermano Ángel Luis y sus respectivas familias, además de los Graña, unos íntimos de Perú que querían ver en acción al veterano maestro y también al joven Miguel Mejías, el último de los Bienvenida que vistió de luces en los 80.
Las faenas camperas transcurrían con normalidad. Antonio Bienvenida había toreado con preciso magisterio a una vaca, de nombre ‘Conocida’ antes de dar paso a Miguel y Álvaro, otro sobrino del maestro, que apuraban la lidia antes de que el animal fuera sacado de la plaza al concluir la tienta.
En las corraletas de la placita serrana aguardaba otra vaca que sirvió para que Antonio aleccionara a su sobrino Miguel antes de dejarla marchar. Ángel Luis, que manejaba la puerta del campo, no pudo advertir que la anterior becerra, la llamada ‘Conocida’, había quedado agazapada junto a los muros de la plaza.
Sorpresivamente el animal irrumpió en el ruedo. El veteranísimo torero había quedado de espaldas y no pudo esquivar la violenta embestida de la vaquilla que le volteó aparatosamente haciéndole caer de mala forma, descargando todo su peso sobre el cuello.
Bienvenida había girado sobre las vértebras cervicales y quedó inerte sobre el pequeño ruedo campero. Posiblemente nadie pensaba en un percance fatal. Trasladado a la casa de la finca, fue abrigado con capotes de brega mientras se esperaba a la ambulancia.
Antonio Bienvenida fue ingresado en el hospital madrileño de La Paz. Las primeras esperanzas de recuperación se pulverizaron por completo al día siguiente. El torero había quedado sumido en un coma profundo que solo se resolvería con su fallecimiento al atardecer del 7 de octubre, hace ya medio siglo.
Fue velado en la capilla del domicilio familiar de la actual calle del Príncipe de Vergara bajo la imagen del Gran Poder a la que rezaba su madre, Carmen Jiménez, en las muchas tardes de toros de la familia Bienvenida. Es la misma imagen que se había encargado después de la marcha de la familia desde Sevilla a Madrid a raíz de la trágica muerte de Rafael, el tercero de la saga, asesinado por el administrador familiar en casa de Ignacio Sánchez Mejías.
Antonio Bienvenida, velado a las plantas de esa imagen del Gran Poder que hoy se encuentra en la capilla de Las Ventas, fue enterrado en loor de multitudes, con el ataúd abrigado con un capote de seda grana y bordados en oro. Aquella España convulsa de 1975, como nueve años después en la tragedia de Paquirri en Pozoblanco, se estremeció de arriba a abajo.
