Estambul, 2 sep (EFE).- El 2 de septiembre de 2015 una foto dio la vuelta al mundo: un niño de dos años, tumbado en la orilla de la costa turca, muerto. Ahogado durante el intento de cruzar desde Turquía en una lancha neumática a las islas griegas. Como cientos de otros refugiados y migrantes en aquel año en la misma ruta.

Las muertes se venían sucediendo desde hacía meses, pero la foto del niño Alan (o Aylan) Kurdi, tomada por la fotógrafa turca Nilüfer Demir, reportera de la agencia DHA, supuso un choque para la opinión pública de Europa y suscitó un vivo debate político sobre la obligación moral de Europa de acoger a refugiados.

También encendió un debate sobre la cuestión ética de publicar la foto de un niño fallecido, si bien esta polémica quedó algo aplacada al respaldar el padre de Alan, Abdullah Kurdi, la publicación de la imagen en posteriores entrevistas.
«Quiero que nos vea todo el mundo. Quiero que todo el mundo nos dirija la mirada. Podemos vivir una desgracia, pero no quiero que los que vengan después tengan que vivir la misma desgracia», dijo Kurdi, según recordó esta semana la agencia de noticias oficial turca Anadolu, al conmemorar los diez años de la tragedia.
Abdullah Kurdi fue uno de los pocos supervivientes del naufragio de la lancha neumática, en el que fallecieron su mujer y otro hijo suyo, aparte del pequeño Alan.
El debate político abocó, medio año después, en un acuerdo entre la Unión Europea y Turquía por el que Bruselas transfería en los próximos años 6.000 millones de euros a Ankara para mejorar la atención a los refugiados sirios en el país.
Además, el acuerdo preveía la deportación a Turquía de refugiados que habían llegado a las islas griegas y el traslado de un número similar directamente desde Turquía a países europeos, aunque en ambos casos, los números quedaron muy por debajo de lo previsto.
El dinero europeo ayudó a mejorar las condiciones de vida de los tres millones de sirios registrados en Turquía, que ya desde 2013 tenían acceso gratuito a la sanidad pública y la enseñanza primaria y podían trabajar de forma semilegal, condiciones mucho mejores que las que los esperaban en los campamentos griegos y la ruta balcánica.
Diez años después, los muertos y desaparecidos en el Mediterráneo suman 30.000 nombres, evidenciando que «primar las políticas de externalización y el control de fronteras solo provoca más sufrimiento y muerte», según afirmó hoy la organización Amnistía Internacional en un comunicado.
Pero estos datos, recogidos por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) muestran también que la gran mayoría de estas muertes, unos 19.000, se produce ahora en el Mediterráneo central, entre Libia, Túnez e Italia, y no en el mar Egeo.
La segunda zona más mortífera es en el último lustro la costa africana occidental, seguida del Estrecho de Gibraltar, mientras que solo una mínima parte de los muertes se está produciendo en el Egeo: desde 2016 han muerto 1.800 personas en esta parte del Mediterráneo en el intento de alcanzar las costas europeas.
Diez años después de la muerte de Alan, la cuestión acuciante de los refugiados parece resolverse con el regreso paulatino de los sirios a su tierra, unos 400.000 desde la caída del régimen de Bachar al Asad en diciembre pasado.
Pero continúa tan candente como entonces la búsqueda de una política de migración razonable que ponga fin a la tentación mortal de cruzar el Mediterráneo en frágiles embarcaciones, a la vez que garantice la inmigración necesaria para una Europa con una población cada vez más envejecida.
Ilya U. Topper