Nueva York, 28 jun (EFE).- El presidente estadounidense Donald Trump es formalmente aspirante al premio Nobel de la paz de 2025. Su candidatura ha sido presentada ya en dos ocasiones, primero por el Gobierno de Pakistán el 21 de junio y segundo por un congresista estadounidense, el republicano Buddy Carter, quien envió una carta a Oslo el pasado martes 24.
Según los estatutos del Nobel, entre los habilitados a presentar a candidatos están los miembros de las asambleas nacionales y los gobiernos de estados soberanos, lo que se cumple en ambos casos.
Que Trump persigue el Nobel de la paz no es un secreto para nadie y según sus argumentos lo merece tanto o más que Barack Obama, que lo logró en 2009.
«Si yo me llamase Obama, me entregarían el Premio Nobel en diez segundos», dijo Trump el pasado octubre en un discurso en Detroit, y en febrero, al lado del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, abundó en su queja: «Nunca me darán el premio Nobel. Es una pena. Lo merezco, pero nunca me lo darán a mí».
Trump ha citado cinco conflictos intratables en los que sus presuntas habilidades como mediador (‘dealmaker’) han logrado lo que parecía imposible: que terminen ‘en tablas’, aunque parezcan más bien treguas frágiles que procesos definitivos de paz, los ataques entre Israel e Irán, entre India y Pakistán, entre la República Democrática del Congo y Ruanda y entre Egipto y Etiopía.
«Se hace difícil imaginar que le den el Nobel -dice a EFE Michael Hanna, del ‘think tank’ Crisis Group-, por tratarse de alguien que no se siente sujeto a obligaciones internacionales; es más, que pone un particular interés en alterar el orden internacional», pero admite que en la historia de los premios Nobel de la paz ha habido unos cuantos casos «pintorescos».
Dicho esto, Hanna reconoce que Trump, por su propio carácter, ha sido decisivo en el último conflicto entre Israel e Irán porque «por la relación que tiene con Israel, tiene la capacidad de modular su toma de decisiones, algo que Joe Biden no tenía».
Y en ese sentido la irritación que mostró con el Estado hebreo en público por sus ataques a la nación persa horas después del anuncio del alto el fuego resultó ser decisiva, reconoce.
Fuera de ese conflicto en concreto, el analista resta importancia al papel que Trump pudo tener para poner fin al conflicto entre India y Pakistán el pasado 10 de mayo, recordando que también India desmintió indirectamente a Trump.
Y con respecto al de Congo y Ruanda, Hanna piensa que ambos países «estaban ansiosos por llegar a una tregua» y Trump les ofreció un marco perfecto: una ceremonia de fin de hostilidades que tuvo lugar ayer en la Casa Blanca por todo lo alto.
¿Es la paz lo que busca Trump, o es otra cosa?
El analista expone las motivaciones que mueven a Trump para implicarse en estos conflictos: en primer lugar «la vanidad» y «la autopercepción como negociador y como hombre singularmente cualificado para acabar conflictos».
Pero no hay que olvidar sus intereses, que se traducen en la llamada «diplomacia transaccional»: en el caso del conflicto entre la RDC y Ruanda, no hay que descuidar su apetito por los minerales raros, abundantes en el Congo y de los que está urgentemente necesitado Estados Unidos.
Esa misma búsqueda de minerales raros estuvo detrás de las presiones ejercidas sobre el ucraniano Volodímir Zelenski para que aceptase lo que parecía una rendición ante Rusia.
Pero en aquel conflicto concreto, las dotes de mediador de Trump han demostrado ser insuficientes porque, aun contando con su buena relación con Putin, las exigencias de este último son inasumibles.
Y en cuanto a Gaza, la presunta mediación de Trump sorprendió al mundo entero cuando ‘ofreció’ a los palestinos el autoexilio a países árabes que los acogerían gustosos -ninguno dio un paso al frente- mientras prometía una idílica «Riviera» palestina levantada sobre los escombros de la guerra y donde florecerían los proyectos inmobiliarios en los que la familia Trump siempre se movió como pez en el agua.
Javier Otazu