Pilar Martín
Madrid, 13 may (EFE).- “Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”, de esta manera poética y dramáticamente bella arranca la última novela del búlgaro Gueorgui Gospodínov, ‘El jardinero y la muerte’, donde ilumina ese dolor punzante casi físico, el que se siente ante la pérdida de un padre y que llega para “ayudarnos a controlar el dolor metafísico”.
Cuando al padre de Gospodínov no le dieron más de dos meses de vida debido al cáncer que sufría, el autor se convirtió en ese niño que veía a su progenitor como un “grandullón”, una suerte de fortaleza que podía con todo, menos con la muerte.
Así que el búlgaro, ganador del premio Booker Internacional, volvió a escribir a mano para contarse y contarnos el dolor que sintió día a día mientras presenciaba esta muerte, así como para describirnos qué hay detrás de ese adiós que provoca un vacío eterno.
“Mi deseo, muy modesto, era mezclar nuestros miedos modernos de gente de ciudad con la situación de este mundo que, también de alguna forma, se está apagando y se está muriendo, políticamente hablando. Mezclar el mito de la muerte con la misericordia de la muerte”, dice a EFE durante una entrevista en Madrid con motivo del lanzamiento de la obra (Impedimenta).
Y es que para Gospodínov, el fallecimiento de su padre, que vivía en un pueblo alejado de Sofía, le supuso volver a encontrarse con él, ya que la distancia de kilómetros los mantenía alejados físicamente, no telefónicamente.
“Ha habido dos momentos en mi vida en los que he estado cerca de él. Uno cuando yo era un niño y para mí él era un gigante, y el otro el otro momento cuando él ya estaba viejo”, relata.
Y es ésta la parte más dolorosa de escribir, la de “cuando se está yendo”, un pasaje que completa con palabras que describen cómo un hijo intenta aliviar el dolor de su padre enfermo, o cómo cuando agarrar la mano de un moribundo es a veces mejor que darle un opioide.
El resto del libro son recuerdos de la infancia, madurez y vejez de él y su padre, pasajes con anécdotas y con reflexiones sobre la dureza de vivir bajo un régimen socialista en el que los hombres solían ser seres ausentes en el hogar, humanos a los que ni siquiera enseñaron a abrazar o besar.
Esa ha sido “la parte de la anestesia”, reconoce el autor sobre cómo recordarle vivo y fuerte ha sido un sostén para llevar su pena, un sentimiento que tiene “cierto punto de egocentrismo” y que, al fin y al cabo, es universal.
Porque la muerte es muerte, desde España, pasando por Bulgaria, hasta Australia.
“Para mí era salvador recordar a mi padre a través de sus edades, en todos sus cuerpos”, explica el escritor, hijo de un hombre que afrontaba la vida con una frase: “no hay nada que temer”.
Frase de la que tomó consciencia mientras escribía el libro: “Realmente no lo decía como si fuese alguien heroico que dice ‘aquí soy fuerte y valiente y no temo a nada’, sino que es una frase generosa dirigida a los demás, a los que le acompañamos. Es más bien una frase que quiere decir ‘no os preocupéis'”, afirma.
Y es aquí donde Gospodínov aborda la necesidad de “domesticar la muerte” para que deje de ser un tabú.
“La gente de la generación de mi padre, que vivían más en contacto con la vida rural, entendían y veían a diario la muerte botánica y la zoológica, y por eso tienen otra actitud hacia ella; nosotros ahora mismo estamos bastante enajenados, intencionadamente distanciados de la muerte”, lamenta.
Sintiendo que su padre estaba del lado de los estoicos, Gospodínov despliega su particular forma de narrar, ágil y directa, en la que hace reflexionar sobre el dolor, la pena, pero también ayuda a la reconciliación, porque basta mirarse en este libro, como si fuera un espejo, para ver cómo asumimos la vejez de nuestros padres.