Asdod (Israel), 9 jun (EFE).- En la ciudad costera israelí de Asdod, los estruendos de los ataques en la Franja de Gaza, a tan solo 30 kilómetros de allí, se oyen todos los días. Su población recuerda aún con viveza los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023 y por eso, este martes, la noticia de que la conocida activista Greta Thunberg llegaría a su puerto se ha recibido con desidia e incluso enfado.

El puerto de Asdod, lugar elegido por las autoridades israelíes para llevar al barco Madleen de la Flotilla de la Libertad tras interceptarlo en su camino hacia Gaza, es una instalación de enormes grúas, carga y descarga de mercantes.
A su lado se erige una tranquila ciudad de edificios altos, a lo largo de una larga playa donde este martes algunos israelíes tomaban el sol, muchos ajenos a la noticia si no fuera por los periodistas cargando sus cámaras aquí y allá.
El Madleen no se había dejado ver en todo el día, con informaciones contradictorias que decían, unas, que los 12 activistas a bordo ya estaban en tierra y, otras, que llegando al anochecer aún permanecían en el mar bajo custodia israelí.
En el paseo marítimo de Asdod, junto a un periodista que entra en directo en la televisión, un grupo de cinco niños ondea banderas de Israel detrás del informador, hasta que un vecino les reprende: «¿Esto lo saben sus padres?», se pregunta.
El hombre, que no quiere dar su nombre, explica que fuera de Israel no se les comprende y recuerda como si fuera ayer el 7 de octubre. «Se quedaron aquí muy cerca», dice señalando al sur, a Gaza, y entonces suenan tres lejanos estruendos. «Son bombas de Gaza», afirma este vecino, que lee las intenciones de los palestinos en la conquista de un país que siente la obligación de proteger.
Por allí también pasea Ronit Haya junto a su hijo veinteañero. «Queremos paz y tranquilidad, como todo el mundo. Es muy importante para nosotros que venga el barco y que vea que queremos a todo el mundo», dice esta mujer, para quien «cuando Hamás vino a por nosotros en un día festivo y mató a gente, mató las almas de todos».
«No nos gusta escuchar que muere gente, pero solo queremos que pare la guerra cuando todos los rehenes que cogió Hamás vuelvan, ¿por qué nadie habla de eso?», se pregunta. Y sobre la sensación que da escuchar las bombas en la distancia, responde: «Es malo, pero ¿qué podemos hacer? Aquí muchos árabes van a la playa, ¿por qué Hamás no quiere que vivamos aquí?».
Un poco más lejos, sobre una colina con vistas al mar, un grupo de periodistas espera la llegada del barco, cerca de un ‘food truck’ que aprovecha el tirón para hacer caja. Uno de sus empleados responde con un lacónico «me da igual» a la pregunta de qué piensa sobre el barco llevando ayuda a Gaza, otro vecino dice que no le importa «una mierda» y una cliente, Déborah, judía francesa que lleva 20 años en Israel, afirma que la gente está «muy enfadada».
«Ella no tiene nada que hacer aquí, no entendemos que venga aquí con la bandera palestina. Si les quiere ayudar, que vaya directamente allí sin pasar por aquí. Nosotros la protegemos, el Ejército la ha protegido para que no vaya allá y la maten», asegura bebiendo un refresco junto a tres amigas.
Y añade tajante: «Hemos hecho el tonto otra vez, deberíamos haberla dejado pasar, pero tenemos un Ejército moral. Ella no reconoce el 7 de octubre y nuestros niños todavía sufren con eso». Por María Traspaderne