Necoclí (Colombia), 10 sep (EFE).- Elio Mora contenía la respiración en el tribunal de inmigración de Atlanta y solo la soltó cuando escuchó a la jueza renovarle por un año su permiso de residencia. El alivio duró lo que tardó el ascensor en bajar: al salir, lo esposaron agentes del ICE.
«Duré cuatro días en las instalaciones del ICE, durmiendo en el piso. De allí me pasaron a la cárcel, me quitaron mi ropa y me dieron un uniforme de presidiario», cuenta el venezolano de unos 45 años.
Mora, que pidió usar un nombre ficticio por miedo a represalias, pasó cinco semanas preso en Estados Unidos hasta que en agosto lo deportaron a México. Allí retomó un camino ya conocido, esta vez en sentido contrario para volver a casa.
Como él, al menos 14.000 migrantes, principalmente venezolanos, según Naciones Unidas, han regresado al sur desde que Donald Trump volvió a la Casa Blanca en enero y lanzó su cruzada antiinmigración. La mitad planea retornar a Venezuela.
«Se terminó el sueño americano», dice Mora, mientras devora un plato de arroz con pollo en el comedor improvisado de un pastor en Necoclí, un puerto del Caribe colombiano donde él y otros cientos de miles de migrantes iniciaron hace años el cruce por el Darién, la frontera selvática entre Colombia y Panamá que entonces abría la puerta al norte.
Otro Necoclí

Mora salió de México a mediados de agosto y llegó a Necoclí trece días después, tras atravesar seis países por caminos embarrados, trochas y aguas agitadas.
Aquella mañana atracaron dos embarcaciones en ese lado del Golfo de Urabá con carga mixta: turistas con sombreros playeros y migrantes con pulseras coloridas, recuerdo del viaje navegando el Caribe de Panamá a Colombia. Sus rostros agrietados por el sol brillaban bajo una humedad sofocante.
En el muelle, Mora y sus cuatro compañeros -todos hombres retornando a Venezuela, algunos deportados, otros autodeportados- avanzaron entre cambistas de dólares y vendedores de billetes de bus.
Compraron pasajes para Medellín para esa misma tarde. Desde allí seguirían hasta Cúcuta, en la frontera, y luego cruzarían a San Antonio del Táchira, ya en su país.
Escucharon de un pastor de una iglesia pentecostal cercana que ofrecía comida a los migrantes y fueron, atravesando un Necoclí que no reconocían, uno de playas tranquilas, con parasoles y turistas en bananas acuáticas.
Parecía otro puerto al que vieron en 2023, cuando la migración hacia el norte alcanzó su pico y más de medio millón de personas lo desbordaron rumbo al Darién. La playa era un mar de carpas tapando la arena, unos 20.000 migrantes llegaron a asentarse en un pueblo de 25.000 vecinos.
El alcalde, Guillermo José Cardona, recuerda que la «impresionante» avalancha de inmigrantes. Hoy la situación es «totalmente diferente», dice, y opina que la llamada ‘migración inversa’ es casi inexistente, aunque «bastante publicitada».
El organismo oficial Migración Colombia registró entre enero y junio unos 12.150 migrantes en flujo inverso solo en Necoclí.
Adiós al comedor
En la puerta de su iglesia, el pastor José Luis Ballesta organiza los turnos del comedor que cada día sirve 200 almuerzos.
Al mediodía, el espacio de ladrillo pelado y mesas de plástico empieza a llenarse de migrantes recién llegados a Necoclí. También hay habituales, como una venezolana que cruzó a Panamá rumbo al norte, pero se quedó sin dinero y dio media vuelta.
Hace semanas come donde el pastor, duerme «donde cae la noche» y vende caramelos para poder viajar a Cartagena. Allá quiere «arreglarse» antes de regresar a Venezuela.
Un cartel alerta a los asiduos de que, tras seis años, el comedor cierra por falta de fondos, debido a la menor presencia de agencias humanitarias en Necoclí por la caída del flujo migratorio y los recortes de fondos estadounidenses.
«Con la tristeza de que la migración no ha terminado», lamenta Ballesta, pastor desde hace 17 años.
La iglesia espera encontrar pronto un «padrino» que permita reabrir el comedor. «Habrá que buscarse la vida», dice uno de los chicos en la fila.
Pronto juntos

Todavía no termina de almorzar y los compañeros ya apuran a Mora. Deben salir a buscar el bus y «capturar a Maduro para ser millonarios», bromean, recordando la recompensa de 50 millones de dólares que ofrece EE.UU. por el mandatario venezolano.
Mora solo piensa en llegar al cumpleaños número 12 de su hijo menor, a quien no abraza desde los nueve. Su esposa, maestra, y el niño se quedaron en Venezuela. Él viajó al norte con el hijo mayor, que se quedó en Atlanta y espera servir de puente para que la familia consiga asilo en EE.UU. más adelante, porque la situación en su país, dice, «tampoco es muy buena».
Contador público en Venezuela, Mora trabajó ensamblando puertas en Atlanta. Le alcanzó para enviar dinero a casa y comprobar que «se gana muy bien» en EE.UU.
Pero la soledad del camino a la inversa pesa más que cualquier sueldo: «Estar solo es fuerte», dice, «casi todos los días lloraba».
Con los ojos húmedos, lee el último mensaje de WhatsApp a su mujer: «Ya pronto vamos a estar juntos de nuevo, mi princesa».
Carla Samon Ros