Dharamshala (India), 6 jul (EFE).- Cuando se le pregunta a Tseyang de dónde es, su respuesta es una paradoja que define a una generación. «Nací en India, pero soy del Tíbet», afirma sin dudar. La siguiente pregunta del interlocutor es casi siempre la misma: «¿Y dónde está el Tíbet?». Para ella, eso no es una ofensa, «es una oportunidad para explicar por qué no nací allí», cuenta a EFE.

Tseyang y su hermana, Jamyang, que viven ahora en Canadá y son delegadas de la juventud tibetana, han viajado para asistir al 90 cumpleaños del dalái lama. Son las herederas de una nación sin país, las guardianas de una memoria que no vivieron.
«Nuestro padre nos inculcó la importancia de la cultura, el idioma, la historia», explica Tseyang.
En Toronto, una de las mayores comunidades de la diáspora, la vida tibetana continúa. «Para el Losar, nuestro año nuevo, siempre vestimos la ‘chuba’ (traje tradicional). Vamos a la ‘gumba’ (el templo). (…) Tenemos un centro cultural enorme, bailamos el ‘gorshe’ (danza tradicional en círculo). Eso mantiene a los jóvenes conectados», cuenta.
Esa conexión se alimenta de las historias de la última generación que vio un Tíbet libre. «Tenemos la suerte de que nuestro abuelo sigue vivo, tiene 94 años. Siempre nos cuenta historias del Tíbet y estamos ansiosas por escuchar e imaginar cómo sería. Es un sentimiento mágico», dice Jamyang.
La historia de su abuelo es la crónica del nacimiento del exilio. Él huyó «a través de las montañas, de noche, con su propio padre en la espalda», relata la nieta.
Junto al abuelo de Tseyang y Jamyang iban además su mujer y su hijo recién nacido. En la huida, llegó la tragedia. «Su mujer recibió un disparo de los oficiales chinos y murió. El bebé tampoco sobrevivió», cuenta Tseyang.
El abuelo continuó el resto del camino con su padre a cuestas y el peso de su familia perdida, sin comida, sin dinero, sin conocer el idioma del país al que intentaba llegar.
«Se encontraron con otros tibetanos en el camino, era un grupo que huía junto», explican. Su única esperanza era la noticia de que el dalái lama había pedido asilo político en la India y que allí, quizás, encontrarían ayuda.
La primera gran oleada de refugiados tibetanos se produjo en 1959 tras el fracaso de un levantamiento nacional contra el control de Pekín, que había ocupado el Tíbet en 1950.
Desde entonces, el flujo de personas que arriesgan sus vidas en la peligrosa travesía a través del Himalaya no ha cesado, huyendo de lo que organizaciones de derechos humanos describen como una severa represión religiosa, asimilación cultural forzada y la falta de libertades fundamentales.
Aunque Tseyang y Jamyang tienen familiares dentro del Tíbet, el contacto es imposible. «No nos permiten estar en contacto», confirman. Una vez intentaron comunicarse, pero hubo una fuerte represión contra ellos, así que dejaron de intentarlo para no hacerles «la vida más difícil».
El actor estadounidense Richard Gere, en un discurso dirigido a ellos esta semana, puso nombre a esta condición única de los jóvenes exiliados. Ustedes, dijo, «realmente sostienen dos pasaportes: un pasaporte hacia el pasado y un pasaporte hacia el futuro de una manera extraordinaria».
En el encuentro, Gere, uno de los mayores activistas de la causa tibetana, instó a los jóvenes a prepararse para ese futuro, adelantando que el dalái lama «no podrá cargarlos a todos en los hombros para siempre».
Para esta nueva generación, el líder espiritual que cumple hoy 90 años es un puente con el pasado. Su cumpleaños, la oportunidad de vestir la ‘chuba’ en público, de bailar el ‘gorshe’ y de honrar la historia que su abuelo de 94 años logró sacar del Tíbet a sus espaldas.
Indira Guerrero