Adís Abeba, 18 jun (EFE).- Como un goteo constante, Amare Teklu ha presenciado en las últimas semanas los entierros de varias personas que, como él, vivían desplazadas en la región de Tigré (norte de Etiopía) y sufren el impacto de la suspensión de ayuda internacional dictada el pasado enero por el presidente de EE.UU., Donald Trump.
«La ayuda alimentaria que recibimos oscila entre 9 y 12 kilogramos (por persona) al mes (…). Nos morimos de hambre. La semana pasada, enterramos a tres personas solo de este campo», dice a EFE por teléfono este padre de cuatro hijos, que vive en Adi-Kentiba, uno de los veinte campos creados por la ONU en la ciudad tigrina de Shire.
«No hay servicios de salud, ni medicinas, ni vacunas y tampoco comida nutritiva para los niños. Presenciamos la muerte cada día. Lo único que queremos es volver a nuestros hogares. Si debemos morir, queremos morir allí», añade.
Según la Comisión de Gestión del Riesgo de Desastres de Tigré, la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (Usaid), antes de ser desmantelada por Trump, proporcionaba más del 80 % de la ayuda alimentaria y médica en Tigré.
«La decisión de suspender el apoyo de Usaid ha tenido consecuencias devastadoras. Ninguna organización internacional puede llenar el vacío que ha dejado. Millones de vidas están en riesgo», alerta a EFE Gebrehiwot Gebreegziabher, jefe de la Comisión.
Como Amare, más de un millón de personas se desplazaron del oeste de Tigré durante la cruenta guerra que libraron las fuerzas de la región y el Gobierno federal de Adís Abeba entre 2020 y 2022.
El territorio occidental de Tigré ha sido históricamente disputado con la región vecina de Amhara, cuyas fuerzas también participaron en el conflicto apoyando al Ejército etíope y fueron acusadas de «limpieza étnica» por organizaciones como Amnistía Internacional.
En noviembre de 2022, el Acuerdo de paz de Pretoria puso fin a la guerra y pidió el retorno de los desplazados, pero la población expulsada todavía no ha podido volver y malvive en los campos.
Según Gebrehiwot, antes del abrupto recorte de Trump, más un millón de desplazados internos y otros 1,5 millones de residentes de Tigré dependían de ayuda humanitaria, la mayor parte procedente de Usaid en colaboración con el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU.
La muerte, nueva normalidad

«No sabemos cómo sobreviven. La gente muere de hambre y enfermedades. Me he enterado de cinco muertes en dos campos sólo en la última semana», explica a EFE Guesh Mengesha, coordinador del campo de Adi-Kentiba.
«Los ancianos son especialmente vulnerables. La falta de esperanza y comida está acelerando sus muertes. Niños y mujeres embarazadas también están muriendo de hambre y enfermedades relacionadas. La muerte se ha convertido en la normalidad. Como sociedad, estamos pereciendo», lamenta.
El pasado abril, el PMA anunció que, si no recibía más financiación, 3,6 millones de personas en Etiopía podrían dejar de recibir ayuda alimentaria vital, lo que, según las autoridades tigrinas, dejaría sin asistencia a 800.000 personas.
«La suspensión ha desestabilizado todo el sistema humanitario de Tigré. En solo cuatro meses, la reducción de ayuda alimentaria y sanitaria ha provocado un sufrimiento generalizado y un número creciente de muertos», advierte Gebrehiwot.
«No estoy autorizado a revelar cifras exactas -confiesa-, pero el impacto es evidente».
Para tener una radiografía precisa de la situación, la Oficina de Asuntos Sociales del Gobierno de Tigré ha desplegado equipos en los campos para recopilar datos de muertes, asegura el subdirector de este organismo, Gebreselassie Tareke.
Para Gebreselassie, la solución al problema no es la ayuda humanitaria, sino el retorno de estas comunidades a sus hogares en el oeste de Tigré. «La gente no puede sobrevivir eternamente de la ayuda», zanja.
Actualmente, según un análisis realizado por ONG locales e internacionales y citado por la Comisión de Gestión del Riesgo de Desastres, más de 2,45 millones de personas necesitan ayuda alimentaria urgente en la región.
Mientras, Amare y su familia sobreviven en desgastadas tiendas plantadas en recintos de colegios, pero este exfuncionario teme que las estructuras no resistan la temporada de lluvias.
Michael Teferi
