Srebrenica (Bosnia-Herzegovina), 11 jul (EFE).- Treinta años después del genocidio de Srebrenica, el dolor sigue tan vivo como el recuerdo de quienes lo sobrevivieron. En el Centro Memorial de Potocari, entre miles de lápidas blancas, el trauma del pasado se hereda entre generaciones: «Esto no puede ni debe olvidarse».
«No soy originaria de Srebrenica, pero las heridas de la guerra están profundamente marcadas en mi familia. En ese tiempo perdimos a miembros cercanos, un dolor que no se desvanece, sin importar cuántos años pasen», dice en voz baja y entre lágrimas Ajla, una joven de 33 años de Tuzla.
El nombre de Srebrenica quedó asociado para siempre a la infamia tras la masacre ocurrida el 11 de julio de 1995, hace ahora 30 años. Más de 8.000 hombres y niños bosniomusulmanes fueron ejecutados de forma sistemática por las fuerzas serbobosnias bajo el mando del general Ratko Mladić, en el que se considera el peor crimen cometido en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
Pese a haber sido declarada ‘zona segura’ por la ONU, Srebrenica fue abandonada a su suerte y las fuerzas de paz de Países Bajos desplegadas en la ciudad, superadas en número, no impidieron el avance de las tropas serbobosnias ni protegieron a la población civil.
Ajla recuerda bien lo que oía de niña, cuando su familia en Tuzla acogía en su hogar a familias refugiadas de Srebrenica y Bratunac.
«Recuerdo a las madres, a las abuelas y a los niños, y las historias que compartían con dolor y dificultad», relata.
Hasta ahora se han identificado y enterrado a unas 7.000 víctimas, mientras que unas mil continúan desaparecidas. Este año, durante la conmemoración del 30 aniversario de la matanza, se da sepultura a siete víctimas más.
«Esa energía sigue viva aquí», dice Ajla. En su escuela primaria, cuenta, había niños que nunca conocieron a sus padres, a quienes la guerra les arrebató la infancia.
Durante un trabajo escolar, recuerda, se les pidió a los alumnos responder: «Si pudieras pedir un solo deseo, ¿cuál sería?»
Una compañera de clase, nacida en 1995 en Srebrenica, respondió:»Que al menos una vez pueda conocer a mi padre». Sus huesos aún no habían sido encontrados en ese momento.
Ese instante, recuerda Ajla, quedó grabado para siempre en su memoria y todavía hoy la emociona. «¿Cómo se puede olvidar algo así después de escuchar esas palabras?», se pregunta.
Durante la conmemoración del 30 aniversario del genocidio, el mensaje de Ajla y de la mayoría en Potocari es unánime: la tristeza persiste no solo por lo ocurrido, sino porque muchos aún lo niegan.
«El genocidio en Srebrenica ocurrió. Eso no es una opinión, es un hecho. Y mientras no tengamos la fuerza para llamar a todos los crímenes por su verdadero nombre, no podremos avanzar de verdad», concluye Ajla.
A poca distancia de Ajla, otra mujer, Fatima, porque la mayoría de las que mantienen la memoria de lo sucedido son mujeres, está sentada junto a la tumba de su familia, los Subasic.
«Recuerdo el sonido de pasos y carreras. Cuando todo empezó, no sabíamos a dónde ir, ni las mujeres, ni los niños, y mucho menos los hombres que ya no están», explica a EFE.
Fatima explica la angustia que siente con cada conmemoración, como si los muertos volvieran a levantarse, trayendo consigo un peso invisible que aún la oprime.
El 11 de julio no es solo una fecha, sino un día que la arrastra de nuevo al sufrimiento, un dolor que no cesa ni tres décadas después.
«Aquí enterré también a mi padre. Todos los hombres de mi familia yacen aquí», dice.
Adem, un hombre de Zenica de 47 años concluye que la verdadera paz y reconciliación entre los pueblos no son posibles sin el reconocimiento de lo que ocurrió.
«Sin verdad, sin justicia, sin respeto a las víctimas no hay reconciliación posible», sostiene.
Pese a las sentencias de tribunales internacionales y a una resolución de la Asamblea General de la ONU que lo reconoce como tal, el negacionismo del genocidio está muy extendido entre serbios y serbobosnios, alimentado por discursos políticos, libros escolares que minimizan lo sucedido y actos públicos de exaltación a los verdugos.
Bogdan Dasic