Kabul, 9 jul (EFE).- El miedo por mostrar emoción ante la orden de arresto de la Corte Penal Internacional (CPI) contra el líder supremo de los talibanes sumerge a los ciudadanos de Kabul en un mutismo protector, paralizados por el temor a detenciones, violencia y represalias por parte del omnipresente aparato de inteligencia del régimen.
Hablar, incluso en susurros, se ha convertido en un acto de alto riesgo.
«No importa lo que sintamos en nuestro corazón, no podemos decirlo. Hablar significa arriesgarse a ser arrestada y golpeada», confiesa una joven a EFE al ser preguntada por la decisión de la CPI, resumiendo la desesperanza generalizada. «Si hablamos solo para cumplir, no tiene ningún sentido», anadió.
Desde que los talibanes retomaron el poder en agosto de 2021, cualquier manifestación pública o privada de desacuerdo al régimen ha sido sofocada con detenciones, palizas y represión sistemática.
En los últimos años, las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia del Gobierno talibán han detenido a decenas de periodistas, activistas por los derechos de las mujeres y usuarios en redes sociales para acallar cualquier amago de crítica.
Con frecuencia, cuando se pide a actores sociales o personas de a pie que compartan su opinión sobre cualquier tema relacionado con el gobierno talibán, lo primero que preguntan es si el informe se difundirá dentro de Afganistán o si será accesible para los talibanes. Si la respuesta es afirmativa, la mayoría prefiere no responder.
Incluso cuando se les ofrece usar un seudónimo, mucho siguen mostrándose reacios. En lugar de enviar grabaciones de voz, optan por compartir sus ideas por escrito para reducir el riesgo de ser identificados.
«Hemos visto demasiados casos… Solo hablar de nuestros derechos puede llevarte a prisión», relató una joven de 18 años a través de una aplicación de mensajería encriptada. «Hemos aprendido que el silencio es la única manera de sobrevivir», declara.
En muchos casos, las personas entrevistadas piden información detallada sobre la identidad del periodista, el alcance del medio y el público al que va dirigido. Algunos incluso exigen verificar las credenciales del reportero antes de acceder a hacer comentarios.
«He visto tu identificación. Me gustaría decir algo, pero lo siento, es una situación muy sensible», respondió una mujer tras una larga conversación.
Incluso con un anuncio como la orden de arresto a dos de las personalidades más fundamentales dentro del régimen, las reacciones son contenidas. Quienes se atreven a alzar la voz -ya sea en protestas o en conversaciones privadas- se arriesgan a sufrir acoso, interrogatorios y encarcelamiento.
La red de inteligencia talibán vigila informes, redes sociales, actividades en línea, reuniones privadas e incluso conversaciones discretas.
«Lo siento, pregunta a alguien que pueda, o que viva en el extranjero. Yo no puedo hablar de esto, aunque se trate de nuestras vidas», dijo una estudiante universitaria que ahora estudia en secreto en un instituto médico clandestino.
Aún así, aunque mínimas, hay voces que consiguen filtrarse entre las grietas.
«Sinceramente, si da resultados a favor de los derechos de las mujeres, es un buen paso. Si no, en estos cuatro años ya hemos visto demasiadas lágrimas de cocodrilo», cuenta a EFE una antigua estudiante de Medicina de Kabul. «Estamos cansadas de ser utilizadas como símbolos. Queremos acciones, no anuncios».
Detrás de una identidad protegida para no poner en riesgo su vida, se esconden los verdaderos mensajes de los ciudadanos, que se preguntan si la comunidad internacional realmente hará algo más allá del gesto simbólico.
Tras el anuncio del martes, los talibanes rechazaron las órdenes emitidas contra su líder supremo, Hibatullah Akhundzada, y su jefe de justicia, Abdul Hakim Haqqani, advirtiendo de que calificar la sharía como opresiva es una «hostilidad manifiesta hacia el islam».
Pero en Afganistán muchos se preguntan si esta orden internacional marcará realmente un cambio. «Este paso debe ser serio y contar con apoyo para que tenga un impacto real», advirtió una activista, a la par de otras voces disonantes que critican que se usen los derechos humanos «como moneda de cambio» para proteger intereses políticos.
Así, mientras el mundo observa el paso inédito de la CPI al advertir crímenes de lesa humanidad por motivos de género en Afganistán, dentro del país reina un silencio pesado. No es indiferencia, ni apatía: es miedo a que su verdad sea también su sentencia.